Repensar el movimiento social
Pierre Bourdieu
Cuando hablamos de Europa, simplemente no es fácil ser comprendido. El campo periodísitico, que filtra, intercepta e interpreta todos los discursos según su lógica más típica, la del “a favor” y la de “en contra” y la del “todo o nada”, intenta imponer a todos la endeble elección que se impone a sí mismo: estar “a favor” de Europa, es decir ser progresista, abierto, moderno, liberal, o no estarlo, y condenarse así al arcaísmo, a quedarse en el pasado, al poujadismo, al lepenismo, e incluso al antisemitismo... Como si no hubiera otra opinión legítima más que la adhesión incondicional a Europa tal como es y se prepara a ser, es decir reducida a un banco y a una moneda única y sometida al imperio de la competencia sin límites... Pero para escapar realmente a esta alternativa grosera no tendríamos que creer que invocar a una “Europa social” es suficiente. Aquéllos que, como los socialistas franceses, apelan a este engaño retórico no hacen más que llevar a un grado de ambigüedad superior las estrategias de “ambigüidización” política del “social liberalismo” a la inglesa, ese thatcherismo apenas procesado que no cuenta, para ser vendido, más que con la utilización oportunista de la simbólica, mediáticamente reciclada, del socialismo. Es así como los socialdemócratas que actualmente se hallan en el poder en Europa, pueden contribuir, en nombre de la estabilidad monetaria y del rigor presupuestario, con la liquidación de las conquistas más admirables de las luchas sociales de los dos últimos siglos, universalismo, igualitarismo (con los distingos jesuíticos entre igualdad y equidad), internacionalismo, y con la destrucción de la esencia misma de la idea o del ideal socialista, es decir, a grosso modo, la ambición de proteger o de reconstruir por medio de una acción colectiva y organizada las solidaridades amenazadas por el juego de las fuerzas económicas. Y trabajan así, para inventar el socialismo sin lo social que asesta el golpe de gracia a la esperanza socialista luego de las “experiencias” criminales del “sovietismo” que les sirve de coartada.
What is left of the left?*
Para aquellos que juzgasen este cuestionamiento como excesivo y demasiado poco argumentado, he aquí algunas preguntas: ¿No es tristemente significativo que, en el mismo momento en que su acceso más o menos simultáneo a la condición de varios países europeos abre a los socio-demócratas una posibilidad real de concebir y de dirigir en común una verdadera política social, no se les ocurra siquiera la idea de explorar las posibilidades de acción políticas que así les son ofrecidas en materia fiscal, pero también en materia de empleo, de intercambios económicos, de derecho al trabajo y de formación o de vivienda social? ¿No es sorprendente , y revelador, que ni siquiera traten de procurarse los medios para contrarrestar eficazmente el proceso, ya fuertemente avanzado, de destrucción de las conquistas sociales de la Welfare, instaurando por ejemplo, en el seno de la zona europea, normas sociales comunes en materia, de salario mínimo racionalmente modulado, de tiempo de trabajo o de formación profesional de los jóvenes, lo que tendría por efecto evitar dejar a los Estados Unidos el estatuto de modelo indiscutido que le confiere la doxa mediática? ¿No es sorprendente que se apresuren por el contrario a reunirse para favorecer el funcionamiento de los “mercados financieros” antes bien que para controlarlo por medio de medidas colectivas tales como la instauración (presente en otros tiempos en sus programas electorales) de un régimen tributario internacional del capital (que versan particularmente sobre los movimientos especulativos a muy corto término) o la reconstrucción de un sistema monetario capaz de garantizar la estabilidad de las relaciones entre las economías? ¿No es particularmente difícil aceptar que el poder exorbitante de censura de las políticas sociales que es acordado, fuera de todo control democrático, a los “guardianes del euro” (tácitamente identificado a Europa) prohiba financiar un gran programa público de desarrollo económico y social fundado en la instauración voluntarista de un conjunto coherente de “leyes de programación” europeas, particularmente en ámbitos tales como la educación, la salud y la seguridad social –lo que conduciría a la creación de instituciones transnacionales abocadas a substituirse progresivamente, al menos en parte, a las administraciones nacionales o regionales que la lógica de una unificación únicamente monetaria y mercante condena a entrar en una competencia perversa?
Está claro que, dada la parte ampliamente preponderante de los intercambios intra-europeos en el conjunto de los intercambios económicos de los diferentes países de Europa, los gobiernos de estos países podrían poner en marcha una política común que apunte al menos a limitar los efectos de la competencia intra-europea y a oponer una resistencia colectiva a la competencia de las naciones no europeas y, en particular, a los mandamientos norteamericanos, poco conformes las más de las veces a las reglas de la competencia pura y perfecta que ellos mismos se supone que protegen. Ello en lugar de invocar el espectro de la “mundialización” para hacer pasar, en nombre de la competencia internacional, el programa regresivo en materia social que el empresariado no dejó de promover, tanto en los discursos como en las prácticas, desde mediados de los años 70: reducción de la intervención pública, movilidad y flexibilidad de los trabajadores (con la desmultiplicación y la precarización de los estatutos, la revisión de los derechos sindicales y la suavización de las condiciones de despido), ayuda pública la inversión privada a través de una política de ayuda fiscal, reducción de las cargas patronales, etc. En resumen, no haciendo prácticamente nada a favor de la política que ellos profesan, a pesar de que todas las condiciones están dadas para que puedan realizarla, revelan claramente que ellos no quieren verdaderamente esta política.
Europa social y movimiento social europeo
La historia social enseña que no hay política social sin un movimiento social capaz de imponerla (y que no es el mercado, como se trata de hacer creer hoy, sino el movimiento social, el que ha “civilizado” la economía de mercado, contribuido en gran medida a su eficacia).
En consecuencia, la cuestión, para todos los que quieren realmente oponer una Europa social a una Europa de bancos y de la moneda, flanqueada por una Europa policial y penitenciaria (ya muy avanzada) y por una Europa militar (consecuencia probable por la intervención en Kosovo), es de saber cómo movilizar las fuerzas capaces de llegar a este fin y a qué instancias pedir este trabajo de movilización.
Evidentemente pensamos en la Confederación europea de los sindicatos que acaba de recibir –más vale tarde que nunca- a la CGT). Pero nadie podrá contradecir a los especialistas que, como Corinne Gobin, muestran que el sindicalismo tal como se manifiesta a nivel europeo se comporta ante todo como “partenaire” preocupado en participar en el decoro y la dignidad de la gestión de los negocios europeos llevando a cabo una acción de lobbying bien moderada, conforme a las normas del “diálogo”, apreciado por Jacques Delors.
Y no se podría negar que no ha trabajado mucho en procurarse los medios organizacionales para contrarrestar eficazmente las voluntades del empresariado (organizado en la Unión de confederaciones de la industria y de los empleadores europeos, y dotado de un grupo de presión poderoso, capaz de dictar sus voluntades en Bruselas), y de imponerle, con las armas ordinarias de la lucha social, huelgas, manifestaciones, etc., verdaderas convenciones colectivas a escala europea.
Entonces, no pudiendo esperar, de la Confederación europea de los sindicatos, que se una a un sindicalismo resueltamente militante, al menos a corto término, forzosamente aparece en primer lugar, y de manera provisoria, la inclinación hacia los sindicatos nacionales. Sin ignorar, de todos modos, los obstáculos inmensos a la verdadera conversión que habría que producir para escapar, a nivel europeo, a la tentación tecnocrático- diplomática, y a nivel nacional, a las rutinas y a las formas de pensamiento que tienden a encerrarlas en los límites de la nación.
Y ello sucede en un momento en el que, bajo el efecto de la política neo-liberal, en particular, y de las fuerzas de la economía abandonadas a su lógica, - por ejemplo, con la privatización de una gran cantidad de colectivos de trabajo y la multiplicación de “changas” encasilladas, las más de las veces, en los servicios, lo que significa: temporarios, de tiempo parcial, interinos y a veces a domicilio-, las bases mismas de un sindicalismo de militantes están amenazadas, tal como lo demuestran no sólo la disminución de la sindicalización, sino también y sobre todo la débil participación de los jóvenes y de los jóvenes que provienen de la inmigración, que suscitan tantas inquietudes, y que nadie –o casi nadie- piensa en movilizar en este frente.
El sindicalismo europeo que podría ser el motor de una Europa social tiene que ser inventado, y no puede serlo sino con el precio de toda una serie de rupturas más o menos radicales: ruptura con los particularismos nacionales, incluso nacionalistas, de las tradiciones sindicales, siempre encerradas en los límites de los Estados, de los cuales esperan una gran parte de los recursos indispensables para su existencia y que definen y delimitan los intereses y los terrenos de sus reivindicaciones y de sus acciones; ruptura con un pensamiento concordatario que tiende a desacreditar el pensamiento y la acción críticos, a valorizar el consenso social al punto de alentar a los sindicatos a compartir la responsabilidad de una política que aliente no sólo el discurso mediático-político en cuanto a las necesidades ineluctables de la “mundialización” y en cuanto al imperio de los mercados financieros (detrás de los cuales los dirigentes políticos quieren disimular su libertad de elección), sino también la conducta misma de los gobiernos socio-democráticos que, prolongando y reconduciendo, en puntos esenciales, la política de los gobiernos conservadores, hacen aparecer esta política como la única posible; ruptura con un neo-liberalismo hábil en presentar las exigencias inflexibles de contratos de trabajo leoninos con la excusa de la “flexibilidad” (por ejemplo, con las negociaciones sobre la reducción del tiempo de trabajo y sobre la ley de las treinta y cinco horas que presenta todas las ambigüedades objetivas de una relación de fuerza cada vez más desequilibrada por el hecho de la generalización de la precariedad y de la inercia de un Estado más inclinado a ratificarlo que a ayudar a transformarlo); ruptura con un “socioliberalismo” de gobiernos proclives a dar a medidas de desregulación favorables, a un refuerzo de las exigencias patronales la apariencia de conquistas inestimables de una verdadera política social.
Este sindicalismo renovado apelaría a agentes movilizadores animados por un espíritu profundamente internacionalista y capaces de superar los obstáculos ligados a las tradiciones jurídicas y administrativas nacionales y también a las barreras sociales interiores de la nación, las que separan las ramas y las categorías profesionales, y también las clases de género, de edad y de origen étnico. Es paradójico, en efecto, que los jóvenes y en especial los que provienen de la inmigración - y que están tan obsesivamente presente en los fantasmas colectivos del miedo social, generado y mantenido en y por la dialéctica infernal de la competencia política a favor de los votos xenófobos y de la competencia mediática a favor de la audiencia máxima - tengan en las preocupaciones de los partidos políticos y de los sindicatos progresistas un lugar inversamente proporcional al que se les da, en toda Europa, el discurso acerca de la “inseguridad” y la política que dicho discurso alienta. ¿Cómo no esperar o tener la esperanza de una especie de internacional de “inmigrados” de todos los países que uniría a turcos, cabilas y surinamitas en la lucha que ellos conducirían, asociados con los trabajadores nativos de los diferentes países europeos, en contra de sus empleadores, y, más ampliamente, en contra de las fuerzas económicas dominantes que, a través de las diferentes mediaciones, también son responsables de su emigración? Y tal vez las sociedades tendrían mucho que ganar si estos jóvenes, objetos pasivos de una política relativa a la seguridad social, a los que se llama obstinadamente “inmigrados” en tanto que son ciudadanos de las naciones de la Europa de hoy, a menudo desarraigados y desorientados, excluidos también de las estructuras contestatarias organizadas, y sin otra salida que la sumisión resignada, que a veces se predica con el nombre de integración, la pequeña o la gran delincuencia, o las formas modernas del motín que son las revueltas de los suburbios; si estos jóvenes se transformaran en agentes activos de un movimiento social renovador y constructivo.
Pero también podemos pensar, para desarrollar, en cada ciudadano las disposiciones internacionalistas que de aquí en más son la condición de todas las estrategias eficaces de resistencia, en todo un conjunto de medidas, sin duda dispersas y discretas tales como la instauración, en cada organización sindical, de instancias específicamente acondicionadas con el fin de relacionarse con las organizaciones de otras naciones y encargadas particularmente en recoger y hacer circular información internacional; el establecimiento progresivo de reglas de coordinación, en materia de salarios, de condiciones de trabajo y de empleo (esto con el fin de combatir la tentación de aceptar acuerdos acerca de una política de moderación de los salarios o, como en algunas empresas de Inglaterra, sobre una renuncia al derecho de huelga); la institución, sobre el modelo de los que unen ciudades de diferentes países, asociaciones entre sindicatos de igual categoría profesional (ya sea por no citar más que categorías ya comprometidas en los movimientos transnacionales, los camioneros, los empleados de transportes aéreos, los pequeños agricultores, etc.) o de regiones fronterizas (sobre la base, llegado el caso, de reivindicaciones o de solidaridad regionales); el refuerzo, en el seno de empresas multinacionales, de comités de empresas internacionales, capaces de resistir a las presiones fraccionistas de las direcciones centrales; el estímulo de políticas de reclutamiento y de movilización en dirección a los inmigrados que, de objeto y de intereses de las estrategias de los partidos y de los sindicatos, pasarían a ser de esta manera, en el seno mismo de las organizaciones, como factores de división y de incitación a la regresión hacia el pensamiento nacionalista, incluso racista; el reconocimiento y la institucionalización de nuevas formas de movilización y de acción, como las coordinaciones y el establecimiento de lazos de cooperación activa entre sindicatos de los sectores público y privado que tienen pesos muy diferentes según el país; la “conversión de los espíritus” (sindicales y otros) que es necesaria para romper con la definición estrecha de lo “social”, reducido al mundo del trabajo cerrado sobre sí mismo, para ligar las reivindicaciones sobre el trabajo a las exigencias en materia de salud, de vivienda, de transportes, de formación, de relaciones entre los sexos y de tiempo libre y para comprometer esfuerzos de reclutamiento y de resindicalización en los sectores tradicionalmente desprovistos de mecanismos de protección colectiva (servicios, empleo temporario).
Pero no podemos privarnos de un objetivo tan visiblemente utópico como la construcción de una confederación sindical europea unificada: semejante proyecto es indispensable, sin duda, para inspirar y orientar la búsqueda colectiva de innumerables transformaciones de las instituciones colectivas y de miles de conversiones de disposiciones individuales que serán necesarias para “hacer” el movimiento social europeo.
Si bien, sin ninguna duda, es útil - para pensar esta empresa difícil e incierta - inspirarse en el modelo del proceso descrito por E. P. Thompson en The Making of English Working Class, tenemos que cuidarnos de llevar demasiado lejos la analogía y de pensar al movimiento social europeo del futuro sobre el modelo del movimiento obrero del siglo pasado: los cambios profundos que conoció la estructura social de las sociedades europeas, de los cuales el más importatne es sin duda la disminución, en la industria misma, de los obreros en relación con los que hoy se denominan los “operadores” y que, más ricos, relativamente, en capital cultural, serán capaces de concebir nuevas formas de organización y nuevas armas de lucha, y de entrar en nuevas solidaridades interprofesionales.
No hay condición más absoluta para la construcción de un movimiento social europeo que el repudio de todas las formas habituales de pensar el sindicalismo, los movimientos sociales y las diferencias nacionales en estos ámbitos, no hay tarea más urgente que la invención de formas de pensar y de actuar nuevas que impone la precarización.
Fundamento de una nueva forma de disciplina social, surgida de la inseguridad y del temor al desempleo, que alcanza hasta los niveles más favorecidos del mundo del trabajo, la precarización generalizada puede hallarse en el principio de solidaridades de un tipo nuevo, en su extensión y en su principio, sobre todo ante crisis que son percibidas como particularmente escandalosas cuando toman la forma de despidos masivos impuestos por la preocupación de proveer perfiles suficientes a los accionistas de empresas ampliamente beneficiarias.
Y el nuevo sindicalismo deberá saber apoyarse en las nuevas solidaridades entre víctimas de la política de precarización, casi tan numerosas hoy en las profesiones de gran capital cultural como la enseñanza, las profesiones de la salud y las profesiones de la comunicación (los periodistas) como en los sectores de empleados y obreros.
Pero previamente deberá trabajar en producir y difundir tanto como sea posible un análisis crítico de todas las estrategias, a menudo muy sutiles, con las cuales colaboran, sin necesariamente saberlo, ciertas reformas de gobiernos socio-demócratas y que se puede subsumir bajo el concepto de flexplotación: reducción del tiempo de trabajo, multiplicación de empleos temporarios y de tiempo parcial. Análisis tanto más difícil de hacer, y sobre todo de imponer a aquellos a quienes debería darles lucidez acerca de su condición, en la medida en que, por una suerte de efecto de armonía preestablecida, las estrategias ambiguas son con frecuencia ejercidas, en todos los niveles de la jerarquía social, por víctimas de semejantes estrategias, docentes precarios a cargo de alumnos marginalizados e inclinados a la precaridad, trabajadores sociales sin garantías sociales que deben acompañar y asistir a poblaciones de las que están muy próximos por su condición, etc., todos llevados a entrar y a extenderse en las ilusiones compartidas.
Pero también habría que terminar, con otras preconcepciones muy expandidas que, al impedir ver la realidad tal cual es, desalentar la acción para transformarla. Es el caso de la oposición que hacen los “politólogos” franceses y los periodistas “formados” en su escuela, entre el “sindicalismo protestatario” (que hoy estaría encarnado en SUD o en la CGT) y el “sindicalismo de negociación” del cual la DGB, hoy erigida en norma de toda práctica sindical digna de ese nombre, sería la encarnación. Esta representación desmovilizadora no permite ver que las conquistas sociales no pueden ser obtenidas sino por medio de un sindicalismo bastante organizado que pueda movilizar la fuerza de cuestionamiento necesaria para arrancar al empresariado y a las tecnocracias verdaderos avances colectivos y para negociar e imponer en su base los compromisos y las leyes sociales en las cuales ellos se inscriben en forma duradera (¿No es significativo que la palabra misma de movilización esté muy desacreditada por los economistas de obediencia neo-liberal, obstinadamente apegados a no ver más que un conjunto de elecciones individuales en lo que es, de hecho, un modo de resolución y de elaboración de los conflictos sociales y un principio de invención de nuevas formas de organización social?). Hoy, su incapacidad para unirse en torno a una utopía racional ( que podría ser una verdadera Europa social), y la debilidad de su base militante a la que no saben imponer el sentimiento de su necesidad (es decir, primero de su eficacia) que, tanto como la competencia para el mejor posicionamiento en el mercado de los servicios sindicales, es lo que impide a los sindicatos superar los intereses corporativos a corto término por medio de un voluntarismo universalista capaz de superar los límites de las organizaciones tradicionales y de dar toda su fuerza, particularmente integrando plenamente el movimiento de los desempleados, a un movimiento social capaz de combatir y de contrarrestar los poderes económicos y financieros en el lugar mismo, de ahora en más, internacional; de su ejercicio. Los movimientos internacionales recientes entre los que la marcha europea de los desempleados es el más ejemplar son sin duda los primeros signos, aún fugitivos seguramente, del descubrimiento colectivo, en el seno del movimiento social y más allá de la necesidad vital del internacionalismo o, más precisamente, de la internacionalización de los modos de pensamiento y de las formas de acción.
París, mayo de 1999.
En inglés en el original. N de T
Pierre Bourdieu
Cuando hablamos de Europa, simplemente no es fácil ser comprendido. El campo periodísitico, que filtra, intercepta e interpreta todos los discursos según su lógica más típica, la del “a favor” y la de “en contra” y la del “todo o nada”, intenta imponer a todos la endeble elección que se impone a sí mismo: estar “a favor” de Europa, es decir ser progresista, abierto, moderno, liberal, o no estarlo, y condenarse así al arcaísmo, a quedarse en el pasado, al poujadismo, al lepenismo, e incluso al antisemitismo... Como si no hubiera otra opinión legítima más que la adhesión incondicional a Europa tal como es y se prepara a ser, es decir reducida a un banco y a una moneda única y sometida al imperio de la competencia sin límites... Pero para escapar realmente a esta alternativa grosera no tendríamos que creer que invocar a una “Europa social” es suficiente. Aquéllos que, como los socialistas franceses, apelan a este engaño retórico no hacen más que llevar a un grado de ambigüedad superior las estrategias de “ambigüidización” política del “social liberalismo” a la inglesa, ese thatcherismo apenas procesado que no cuenta, para ser vendido, más que con la utilización oportunista de la simbólica, mediáticamente reciclada, del socialismo. Es así como los socialdemócratas que actualmente se hallan en el poder en Europa, pueden contribuir, en nombre de la estabilidad monetaria y del rigor presupuestario, con la liquidación de las conquistas más admirables de las luchas sociales de los dos últimos siglos, universalismo, igualitarismo (con los distingos jesuíticos entre igualdad y equidad), internacionalismo, y con la destrucción de la esencia misma de la idea o del ideal socialista, es decir, a grosso modo, la ambición de proteger o de reconstruir por medio de una acción colectiva y organizada las solidaridades amenazadas por el juego de las fuerzas económicas. Y trabajan así, para inventar el socialismo sin lo social que asesta el golpe de gracia a la esperanza socialista luego de las “experiencias” criminales del “sovietismo” que les sirve de coartada.
What is left of the left?*
Para aquellos que juzgasen este cuestionamiento como excesivo y demasiado poco argumentado, he aquí algunas preguntas: ¿No es tristemente significativo que, en el mismo momento en que su acceso más o menos simultáneo a la condición de varios países europeos abre a los socio-demócratas una posibilidad real de concebir y de dirigir en común una verdadera política social, no se les ocurra siquiera la idea de explorar las posibilidades de acción políticas que así les son ofrecidas en materia fiscal, pero también en materia de empleo, de intercambios económicos, de derecho al trabajo y de formación o de vivienda social? ¿No es sorprendente , y revelador, que ni siquiera traten de procurarse los medios para contrarrestar eficazmente el proceso, ya fuertemente avanzado, de destrucción de las conquistas sociales de la Welfare, instaurando por ejemplo, en el seno de la zona europea, normas sociales comunes en materia, de salario mínimo racionalmente modulado, de tiempo de trabajo o de formación profesional de los jóvenes, lo que tendría por efecto evitar dejar a los Estados Unidos el estatuto de modelo indiscutido que le confiere la doxa mediática? ¿No es sorprendente que se apresuren por el contrario a reunirse para favorecer el funcionamiento de los “mercados financieros” antes bien que para controlarlo por medio de medidas colectivas tales como la instauración (presente en otros tiempos en sus programas electorales) de un régimen tributario internacional del capital (que versan particularmente sobre los movimientos especulativos a muy corto término) o la reconstrucción de un sistema monetario capaz de garantizar la estabilidad de las relaciones entre las economías? ¿No es particularmente difícil aceptar que el poder exorbitante de censura de las políticas sociales que es acordado, fuera de todo control democrático, a los “guardianes del euro” (tácitamente identificado a Europa) prohiba financiar un gran programa público de desarrollo económico y social fundado en la instauración voluntarista de un conjunto coherente de “leyes de programación” europeas, particularmente en ámbitos tales como la educación, la salud y la seguridad social –lo que conduciría a la creación de instituciones transnacionales abocadas a substituirse progresivamente, al menos en parte, a las administraciones nacionales o regionales que la lógica de una unificación únicamente monetaria y mercante condena a entrar en una competencia perversa?
Está claro que, dada la parte ampliamente preponderante de los intercambios intra-europeos en el conjunto de los intercambios económicos de los diferentes países de Europa, los gobiernos de estos países podrían poner en marcha una política común que apunte al menos a limitar los efectos de la competencia intra-europea y a oponer una resistencia colectiva a la competencia de las naciones no europeas y, en particular, a los mandamientos norteamericanos, poco conformes las más de las veces a las reglas de la competencia pura y perfecta que ellos mismos se supone que protegen. Ello en lugar de invocar el espectro de la “mundialización” para hacer pasar, en nombre de la competencia internacional, el programa regresivo en materia social que el empresariado no dejó de promover, tanto en los discursos como en las prácticas, desde mediados de los años 70: reducción de la intervención pública, movilidad y flexibilidad de los trabajadores (con la desmultiplicación y la precarización de los estatutos, la revisión de los derechos sindicales y la suavización de las condiciones de despido), ayuda pública la inversión privada a través de una política de ayuda fiscal, reducción de las cargas patronales, etc. En resumen, no haciendo prácticamente nada a favor de la política que ellos profesan, a pesar de que todas las condiciones están dadas para que puedan realizarla, revelan claramente que ellos no quieren verdaderamente esta política.
Europa social y movimiento social europeo
La historia social enseña que no hay política social sin un movimiento social capaz de imponerla (y que no es el mercado, como se trata de hacer creer hoy, sino el movimiento social, el que ha “civilizado” la economía de mercado, contribuido en gran medida a su eficacia).
En consecuencia, la cuestión, para todos los que quieren realmente oponer una Europa social a una Europa de bancos y de la moneda, flanqueada por una Europa policial y penitenciaria (ya muy avanzada) y por una Europa militar (consecuencia probable por la intervención en Kosovo), es de saber cómo movilizar las fuerzas capaces de llegar a este fin y a qué instancias pedir este trabajo de movilización.
Evidentemente pensamos en la Confederación europea de los sindicatos que acaba de recibir –más vale tarde que nunca- a la CGT). Pero nadie podrá contradecir a los especialistas que, como Corinne Gobin, muestran que el sindicalismo tal como se manifiesta a nivel europeo se comporta ante todo como “partenaire” preocupado en participar en el decoro y la dignidad de la gestión de los negocios europeos llevando a cabo una acción de lobbying bien moderada, conforme a las normas del “diálogo”, apreciado por Jacques Delors.
Y no se podría negar que no ha trabajado mucho en procurarse los medios organizacionales para contrarrestar eficazmente las voluntades del empresariado (organizado en la Unión de confederaciones de la industria y de los empleadores europeos, y dotado de un grupo de presión poderoso, capaz de dictar sus voluntades en Bruselas), y de imponerle, con las armas ordinarias de la lucha social, huelgas, manifestaciones, etc., verdaderas convenciones colectivas a escala europea.
Entonces, no pudiendo esperar, de la Confederación europea de los sindicatos, que se una a un sindicalismo resueltamente militante, al menos a corto término, forzosamente aparece en primer lugar, y de manera provisoria, la inclinación hacia los sindicatos nacionales. Sin ignorar, de todos modos, los obstáculos inmensos a la verdadera conversión que habría que producir para escapar, a nivel europeo, a la tentación tecnocrático- diplomática, y a nivel nacional, a las rutinas y a las formas de pensamiento que tienden a encerrarlas en los límites de la nación.
Y ello sucede en un momento en el que, bajo el efecto de la política neo-liberal, en particular, y de las fuerzas de la economía abandonadas a su lógica, - por ejemplo, con la privatización de una gran cantidad de colectivos de trabajo y la multiplicación de “changas” encasilladas, las más de las veces, en los servicios, lo que significa: temporarios, de tiempo parcial, interinos y a veces a domicilio-, las bases mismas de un sindicalismo de militantes están amenazadas, tal como lo demuestran no sólo la disminución de la sindicalización, sino también y sobre todo la débil participación de los jóvenes y de los jóvenes que provienen de la inmigración, que suscitan tantas inquietudes, y que nadie –o casi nadie- piensa en movilizar en este frente.
El sindicalismo europeo que podría ser el motor de una Europa social tiene que ser inventado, y no puede serlo sino con el precio de toda una serie de rupturas más o menos radicales: ruptura con los particularismos nacionales, incluso nacionalistas, de las tradiciones sindicales, siempre encerradas en los límites de los Estados, de los cuales esperan una gran parte de los recursos indispensables para su existencia y que definen y delimitan los intereses y los terrenos de sus reivindicaciones y de sus acciones; ruptura con un pensamiento concordatario que tiende a desacreditar el pensamiento y la acción críticos, a valorizar el consenso social al punto de alentar a los sindicatos a compartir la responsabilidad de una política que aliente no sólo el discurso mediático-político en cuanto a las necesidades ineluctables de la “mundialización” y en cuanto al imperio de los mercados financieros (detrás de los cuales los dirigentes políticos quieren disimular su libertad de elección), sino también la conducta misma de los gobiernos socio-democráticos que, prolongando y reconduciendo, en puntos esenciales, la política de los gobiernos conservadores, hacen aparecer esta política como la única posible; ruptura con un neo-liberalismo hábil en presentar las exigencias inflexibles de contratos de trabajo leoninos con la excusa de la “flexibilidad” (por ejemplo, con las negociaciones sobre la reducción del tiempo de trabajo y sobre la ley de las treinta y cinco horas que presenta todas las ambigüedades objetivas de una relación de fuerza cada vez más desequilibrada por el hecho de la generalización de la precariedad y de la inercia de un Estado más inclinado a ratificarlo que a ayudar a transformarlo); ruptura con un “socioliberalismo” de gobiernos proclives a dar a medidas de desregulación favorables, a un refuerzo de las exigencias patronales la apariencia de conquistas inestimables de una verdadera política social.
Este sindicalismo renovado apelaría a agentes movilizadores animados por un espíritu profundamente internacionalista y capaces de superar los obstáculos ligados a las tradiciones jurídicas y administrativas nacionales y también a las barreras sociales interiores de la nación, las que separan las ramas y las categorías profesionales, y también las clases de género, de edad y de origen étnico. Es paradójico, en efecto, que los jóvenes y en especial los que provienen de la inmigración - y que están tan obsesivamente presente en los fantasmas colectivos del miedo social, generado y mantenido en y por la dialéctica infernal de la competencia política a favor de los votos xenófobos y de la competencia mediática a favor de la audiencia máxima - tengan en las preocupaciones de los partidos políticos y de los sindicatos progresistas un lugar inversamente proporcional al que se les da, en toda Europa, el discurso acerca de la “inseguridad” y la política que dicho discurso alienta. ¿Cómo no esperar o tener la esperanza de una especie de internacional de “inmigrados” de todos los países que uniría a turcos, cabilas y surinamitas en la lucha que ellos conducirían, asociados con los trabajadores nativos de los diferentes países europeos, en contra de sus empleadores, y, más ampliamente, en contra de las fuerzas económicas dominantes que, a través de las diferentes mediaciones, también son responsables de su emigración? Y tal vez las sociedades tendrían mucho que ganar si estos jóvenes, objetos pasivos de una política relativa a la seguridad social, a los que se llama obstinadamente “inmigrados” en tanto que son ciudadanos de las naciones de la Europa de hoy, a menudo desarraigados y desorientados, excluidos también de las estructuras contestatarias organizadas, y sin otra salida que la sumisión resignada, que a veces se predica con el nombre de integración, la pequeña o la gran delincuencia, o las formas modernas del motín que son las revueltas de los suburbios; si estos jóvenes se transformaran en agentes activos de un movimiento social renovador y constructivo.
Pero también podemos pensar, para desarrollar, en cada ciudadano las disposiciones internacionalistas que de aquí en más son la condición de todas las estrategias eficaces de resistencia, en todo un conjunto de medidas, sin duda dispersas y discretas tales como la instauración, en cada organización sindical, de instancias específicamente acondicionadas con el fin de relacionarse con las organizaciones de otras naciones y encargadas particularmente en recoger y hacer circular información internacional; el establecimiento progresivo de reglas de coordinación, en materia de salarios, de condiciones de trabajo y de empleo (esto con el fin de combatir la tentación de aceptar acuerdos acerca de una política de moderación de los salarios o, como en algunas empresas de Inglaterra, sobre una renuncia al derecho de huelga); la institución, sobre el modelo de los que unen ciudades de diferentes países, asociaciones entre sindicatos de igual categoría profesional (ya sea por no citar más que categorías ya comprometidas en los movimientos transnacionales, los camioneros, los empleados de transportes aéreos, los pequeños agricultores, etc.) o de regiones fronterizas (sobre la base, llegado el caso, de reivindicaciones o de solidaridad regionales); el refuerzo, en el seno de empresas multinacionales, de comités de empresas internacionales, capaces de resistir a las presiones fraccionistas de las direcciones centrales; el estímulo de políticas de reclutamiento y de movilización en dirección a los inmigrados que, de objeto y de intereses de las estrategias de los partidos y de los sindicatos, pasarían a ser de esta manera, en el seno mismo de las organizaciones, como factores de división y de incitación a la regresión hacia el pensamiento nacionalista, incluso racista; el reconocimiento y la institucionalización de nuevas formas de movilización y de acción, como las coordinaciones y el establecimiento de lazos de cooperación activa entre sindicatos de los sectores público y privado que tienen pesos muy diferentes según el país; la “conversión de los espíritus” (sindicales y otros) que es necesaria para romper con la definición estrecha de lo “social”, reducido al mundo del trabajo cerrado sobre sí mismo, para ligar las reivindicaciones sobre el trabajo a las exigencias en materia de salud, de vivienda, de transportes, de formación, de relaciones entre los sexos y de tiempo libre y para comprometer esfuerzos de reclutamiento y de resindicalización en los sectores tradicionalmente desprovistos de mecanismos de protección colectiva (servicios, empleo temporario).
Pero no podemos privarnos de un objetivo tan visiblemente utópico como la construcción de una confederación sindical europea unificada: semejante proyecto es indispensable, sin duda, para inspirar y orientar la búsqueda colectiva de innumerables transformaciones de las instituciones colectivas y de miles de conversiones de disposiciones individuales que serán necesarias para “hacer” el movimiento social europeo.
Si bien, sin ninguna duda, es útil - para pensar esta empresa difícil e incierta - inspirarse en el modelo del proceso descrito por E. P. Thompson en The Making of English Working Class, tenemos que cuidarnos de llevar demasiado lejos la analogía y de pensar al movimiento social europeo del futuro sobre el modelo del movimiento obrero del siglo pasado: los cambios profundos que conoció la estructura social de las sociedades europeas, de los cuales el más importatne es sin duda la disminución, en la industria misma, de los obreros en relación con los que hoy se denominan los “operadores” y que, más ricos, relativamente, en capital cultural, serán capaces de concebir nuevas formas de organización y nuevas armas de lucha, y de entrar en nuevas solidaridades interprofesionales.
No hay condición más absoluta para la construcción de un movimiento social europeo que el repudio de todas las formas habituales de pensar el sindicalismo, los movimientos sociales y las diferencias nacionales en estos ámbitos, no hay tarea más urgente que la invención de formas de pensar y de actuar nuevas que impone la precarización.
Fundamento de una nueva forma de disciplina social, surgida de la inseguridad y del temor al desempleo, que alcanza hasta los niveles más favorecidos del mundo del trabajo, la precarización generalizada puede hallarse en el principio de solidaridades de un tipo nuevo, en su extensión y en su principio, sobre todo ante crisis que son percibidas como particularmente escandalosas cuando toman la forma de despidos masivos impuestos por la preocupación de proveer perfiles suficientes a los accionistas de empresas ampliamente beneficiarias.
Y el nuevo sindicalismo deberá saber apoyarse en las nuevas solidaridades entre víctimas de la política de precarización, casi tan numerosas hoy en las profesiones de gran capital cultural como la enseñanza, las profesiones de la salud y las profesiones de la comunicación (los periodistas) como en los sectores de empleados y obreros.
Pero previamente deberá trabajar en producir y difundir tanto como sea posible un análisis crítico de todas las estrategias, a menudo muy sutiles, con las cuales colaboran, sin necesariamente saberlo, ciertas reformas de gobiernos socio-demócratas y que se puede subsumir bajo el concepto de flexplotación: reducción del tiempo de trabajo, multiplicación de empleos temporarios y de tiempo parcial. Análisis tanto más difícil de hacer, y sobre todo de imponer a aquellos a quienes debería darles lucidez acerca de su condición, en la medida en que, por una suerte de efecto de armonía preestablecida, las estrategias ambiguas son con frecuencia ejercidas, en todos los niveles de la jerarquía social, por víctimas de semejantes estrategias, docentes precarios a cargo de alumnos marginalizados e inclinados a la precaridad, trabajadores sociales sin garantías sociales que deben acompañar y asistir a poblaciones de las que están muy próximos por su condición, etc., todos llevados a entrar y a extenderse en las ilusiones compartidas.
Pero también habría que terminar, con otras preconcepciones muy expandidas que, al impedir ver la realidad tal cual es, desalentar la acción para transformarla. Es el caso de la oposición que hacen los “politólogos” franceses y los periodistas “formados” en su escuela, entre el “sindicalismo protestatario” (que hoy estaría encarnado en SUD o en la CGT) y el “sindicalismo de negociación” del cual la DGB, hoy erigida en norma de toda práctica sindical digna de ese nombre, sería la encarnación. Esta representación desmovilizadora no permite ver que las conquistas sociales no pueden ser obtenidas sino por medio de un sindicalismo bastante organizado que pueda movilizar la fuerza de cuestionamiento necesaria para arrancar al empresariado y a las tecnocracias verdaderos avances colectivos y para negociar e imponer en su base los compromisos y las leyes sociales en las cuales ellos se inscriben en forma duradera (¿No es significativo que la palabra misma de movilización esté muy desacreditada por los economistas de obediencia neo-liberal, obstinadamente apegados a no ver más que un conjunto de elecciones individuales en lo que es, de hecho, un modo de resolución y de elaboración de los conflictos sociales y un principio de invención de nuevas formas de organización social?). Hoy, su incapacidad para unirse en torno a una utopía racional ( que podría ser una verdadera Europa social), y la debilidad de su base militante a la que no saben imponer el sentimiento de su necesidad (es decir, primero de su eficacia) que, tanto como la competencia para el mejor posicionamiento en el mercado de los servicios sindicales, es lo que impide a los sindicatos superar los intereses corporativos a corto término por medio de un voluntarismo universalista capaz de superar los límites de las organizaciones tradicionales y de dar toda su fuerza, particularmente integrando plenamente el movimiento de los desempleados, a un movimiento social capaz de combatir y de contrarrestar los poderes económicos y financieros en el lugar mismo, de ahora en más, internacional; de su ejercicio. Los movimientos internacionales recientes entre los que la marcha europea de los desempleados es el más ejemplar son sin duda los primeros signos, aún fugitivos seguramente, del descubrimiento colectivo, en el seno del movimiento social y más allá de la necesidad vital del internacionalismo o, más precisamente, de la internacionalización de los modos de pensamiento y de las formas de acción.
París, mayo de 1999.
En inglés en el original. N de T
Desafortunadamente no tenemos la referencia exacta. La incluiremos posteriormente.
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